Pero Chiclana no sólo fue huerta en aras del mercado, sino jardín también para el ocio, convirtiéndose, así, en destino favorito de las clases pudientes gaditanas que encontraron, poco a poco, aquí segunda vivienda o temporadas de ocio y reposo. No era exactamente el turismo aún, pero algo de ese potencial ya se adivinaba.
La presencia en Chiclana de esa clase adinerada se dejó notar en la ciudad con huellas perdurables nada desdeñables. Ejemplo de éstas son algunos de nuestros edificios civiles y religiosos mejores, construidos por iniciativa de los miembros de esa clase o gracias a la contribución económica de los mismos. Estos edificios -sobre todo del XVIII- son los que hoy dan todavía perfil e identidad a nuestra ciudad: Torre del Arquillo del Reloj, Palacetes del conde del Pinar y del Conde de la Torre o las Iglesias de San Sebastián o de San Juan Bautista entre otros.
Esta expansión que, tanto en lo rural como en lo urbano, conoció Chiclana en el siglo XVIII, no sólo se detendrá, sino que experimentará un enorme retroceso en los albores de la época contemporánea con la ocupación francesa.